Está claro que cuando las cosas tienen que salir mal, salen mal, y nadie puede hacer nada por evitarlo. Quizás si por intentar que no vaya a peor, pero no evitarlo del todo.
Una velada perfecta, se ha convertido en una vuelta a casa a las 4 de la mañana, con los ojos hinchados de llorar, migrañas, ropa sucia y cansancio.
Y es que ya no sé demasiado bien que hacer o decir, y en realidad, creo que nunca lo he sabido. Iba improvisando, pero eso nunca me dura lo suficiente.
Ahora lo único que me apetece es poder ilusionarme con ese rayito de sol, y olvidarme de lo demás. Me siento un poco egoísta, pero necesito hacerlo. Lo único que no quiero es hacerle daño, ni a él, ni a nadie. Y voy con los pies de plomo por ello, valorando y razonando cada cosa que se me pasa por la cabeza.
Y también está claro que lo bueno no dura para siempre, tanto las horas como los días. Igual estás pasando un momento estupendo y a los cinco minutos la lías sin querer. Quizás un día estás super ilusionada con el plan perfecto y al día siguiente te arrepientes de haberlo llevado a cabo. Quizás estás esperando todo un año a que llegue el verano, y ahora se pasa rápido y triste.
Pero bueno, pese a todo esto, tengo que darles las gracias. A todos ellos, a todas esas personas que me demuestran que los buenos momentos se viven con poco, sin planearlo demasiado. Porque a veces una sonrisa entre zapatillas vale más que un coqueteo entre tacones.
Tengo que hablar de todos ellos, pero ahora no... me reclama la aspirina.
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